En las mejores familias

Los encuentros familiares eran cada vez más tensos y estas Pascuas no iban a ser diferentes. Los abuelos, inmigrantes, habían llegado a España hacía ya varias décadas en busca de un futuro mejor. Él era hijo de emigrantes españoles que, por distintas adversidades, tuvieron que cambiar varias veces de país. Ella, de apellido desconocido, provenía de un país europeo en decadencia y de alfabeto indescifrable. Durante la guerra se había visto obligada a huir, junto a sus padres, al norte de África. A pesar de todas las adversidades, y de que les separaba la religión, ella optó por abandonar la suya y se casaron. Poco después, decidieron instalarse en España, donde había posibilidades de un mejor porvenir. Al principio, la vida para los recién llegados no fue fácil. Pero con el tiempo lograron adaptarse al nuevo país. Las épocas de penurias habían terminado y parecía que les deparaba un futuro tranquilo.

Se mudaron a un barrio de la periferia de Madrid y montaron una empresa. Tuvieron dos hijas y un hijo. Ya eran un hogar completo. Sin embargo, los problemas no tardarían en llegar. Las hijas cayeron en tormentosos matrimonios. La primera se casó con un toxicómano, y la segunda con un ladrón y estafador. En el vecindario se rumoreaba que el progenitor era amante de la buena vida y de las mujeres y se ponía en duda su honestidad. El comercio familiar, antaño próspero, empezó a recibir muestras de rechazo y ataques por parte de los locales que, al parecer, no querían escándalos de el vecindario. Los progenitores, viendo el rumbo de sus descendientes temían haber sido malditos y vigilaban muy de cerca al hijo menor, única esperanza de salvar el honor de la casa y de remontar el negocio que tanto les había costado erigir. Él se enamoró de una mujer divorciada, con un mal trabajo, de muchas horas y bajo sueldo. Estaban determinados a casarse, pero la familia que, a pesar de los escándalos, era muy tradicional, puso de condición que dejara aquel trabajo esclavo y se dedicara a los hijos que tuviera la pareja y ayudara en el local. Ella, muy enamorada y agotada de las largas horas, no lo dudó y aceptó el trato.

El padre, ya mayor y cansado de que los escándalos repercutieran en el negocio familiar, decidió dar un paso atrás y dejar las riendas a su hijo menor. Todo parecía encaminado: el comercio había dejado de sufrir ataques y los vecinos parecían llevarse bien con la nueva pareja. Pero la recién llegada pronto se daría cuenta de la dinámica del clan. Los padres sobreprotegían al único hijo capaz de salvar la empresa y en todas las salidas que hacían eran acompañados por los suegros.

Con el nacimiento de su primera hija y después de la segunda, la cosa empeoró. La suegra, que vivía muy cerca, se pasaba el día en su casa y ella echaba de menos los días en los que trabajaba largas horas pero era libre de hacer lo que quisiera. Ahora dependía de la empresa familiar y la jerarquía era evidente. Empezó a perder peso y cada vez estaba más callada por la presión de su familia política a decir nada contrario a su marido: el choque cultural era evidente. La nuera, habiendo perdido todo el poder que había tenido, decidió controlar lo poco que estaba en sus manos: su casa. Fue cortando paulatinamente el contacto con sus suegros, que cada vez veían menos a sus nietas. El hijo miraba triste la relación de su madre y su mujer, sin saber qué hacer. Al final no se veían más que en celebraciones puntuales.

La situación estaba tensa y en estas Pascuas, lo que antaño había sido sutil e implícito explotó a la vista de todos. A pesar de ser inmigrantes en un país donde había cierto rechazo con los extranjeros, a pesar de los líos de faldas del padre y de los maridos de las hijas, la familia había conseguido mantener a flote – a duras penas – un cierto respeto en el barrio. Al fin y al cabo eran campechanos, de bajo perfil y siempre saludaban. Además, la nueva generación llevaba la promesa de un inicio fresco, donde todos se llevaban bien y los escándalos eran parte del pasado: casi un cuento de hadas barrial. Sin embargo, aquella ilusión que tan delicadamente habían ido construyendo a lo largo de los años fue deshecha en cuestión de segundos. El día de Pascua, mientras salían de la iglesia, la abuela quiso hacerse una foto con sus nietas, pero la madre perdió los nervios y arrebató de forma violenta a sus hijas de las manos de su suegra. La escena fue presenciada por todos los que salían de Misa y de los que por allí pasaban. Aunque miraban la escena con cierto interés, no intervinieron. «Al fin y al cabo – dijo uno – , pasa en las mejores familias».